No sé si os he dicho alguna vez que me gusta vivir en este pueblo en el que nací hace ya cuatro décadas. Me gusta vivir aquí y estoy orgullosa de mi pueblo.
Me reconforta escuchar el revoloteo de los pájaros por las mañanas, el canto de la oropéndola que me ha acompañado toda la vida y que reconocería entre miles de cantos. Es un milagro gozoso ver los primeros rayos de sol que, tímidamente se desperezan, ver como la Señora Niebla saca su varita mágica y se hace dueña y señora del paisaje, para después desaparecer con otro golpe de varita y mostrarnos un paisaje que aparece ante nuestros ojos como recién creado.
No hay paz como la de mi pueblo, paz campesina, recién inventada. No hay gentes como las de mi pueblo, sencillas, inteligentes, de burla fácil, de fácil sonrisa. Mi pueblo es de los pocos que aún huele a pan recién hecho.
Ha sido el paso de los años lo que me ha ido haciendo querer a mi pueblo de esta manera, enamorarme de el hasta el punto de jurarle amor eterno, o al menos, hasta que la muerte nos separe.
Os confieso, sin vergüenza alguna, que es aquí donde quiero vivir, puesto que es aquí donde mi vida cobra todo su sentido. Es aquí donde mi alma se conmueve al contemplar los campos, los caminos, las calles estrechas y empinadas que dan forma a mi pueblo; sus recovecos, su historia tan rica y apasionante, sus tradiciones; en definitiva, sus luces y sus sombras.
Os confesaré otra cosa: mi pueblo se ha ido haciendo en mis zapatos. Mis zapatos son sabios y me han ido mostrando paso a paso, los encantos de este lugar que, después de mucho caminarlo, he terminado por sentirlo enteramente mío.
Yo nací en una casa de la Calle San Antonio, justo enfrente de la ermita, por uno de sus laterales. Allí transcurrió mi infancia sin penas y con mucha gloria, entre los aledaños de la ermita y La Sauceda , lugares a los que una y otra vez vuelven mis zapatos.
Para amar el lugar donde una ha nacido, pacido y padecido, hay que hacer caso a los zapatos y dejarlos andar el camino. No aprendí a amar a mi pueblo, a sentirlo mío, hasta que no confié de lleno en mis zapatos. Descubrí entonces que mi pueblo era un subir y bajar de cuestas por las que se llegaba a calles hasta entonces desconocidas para mí. De vez en cuando, mis zapatos me reclaman incesantes para perderme por las calles tan queridas de mi pueblo; y suelo hacerlo con nocturnidad, pues es entonces cuando mi pueblo se cubre de una magia, de un encanto especial que parece no tener a la luz del día.
Hace unos días, aprovechando la complicidad de la noche y la de mis hijos, quise recorrer el Torrejoncillo primitivo, el de la ermita de San Sebastián y alrededores. Volví entonces a calzarme los zapatos de andar por mi pueblo y, comenzando por la Carrera Alta , nos dispusimos a subir y a bajar las muchas cuestas que en este pueblo son.
…Y nos dejamos llevar por los zapatos, Calle del tesito, donde alguien nos contó una historia de crímenes pasionales; miré a mis hijos y les hice un guiño: “¡ Esta noche promete!”_ dijeron ellos.
Y seguimos adelante, Calle de Danzadores, Calle del reducto, con la luz tenue de las farolas, “la luz de los ladrones de haciendas, de besos y de honras”, les digo a mis hijos poniéndome literaria como ellos dicen… Tomamos la Calle Coria y a la altura del numero 97, les muestro a mis hijos la Cruz Mocha , incrustada en la fachada de una de las casas.
Nuestros pies bullen en los zapatos. Sería menester descansar un poco, y nada mejor que hacerlo en esta recogida plazuela de San Sebastián. Nos sentamos en los bancos de los alrededores de la ermita. Suspiramos como si en ello nos fuera la vida, y estirando las piernas, damos un respiro a los pies. Cerramos los ojos y respiramos con ansia el aire puro y gélido de la noche de Diciembre que tan propicia en emociones nos está siendo. Y nos imaginamos a “Tío Ricardo” trabajando mañoso en los hondones de las sillas, y a los alfareros arrancando vida a un barro que palpita… y todo parece tan de otro tiempo…
Mis hijos se levantan. Yo me hubiera quedado un ratito más a pesar del frío helador, fundida en el silencio de la plazuela, pero hay que continuar…¡Los zapatos de los hijos son tan impacientes!
Cogemos una calleja entre huertos que en otra época revientan de parras y olivos, entre viejos corralones por los que asoman medrosos los extraños ojos de los gatos. Y me sonrío porque algo de gatos tenemos los tres esta noche, tomando por recovecos, escrutándolo todo en el más absoluto de los silencios.
El pueblo se torna aún más antiguo cuando llegamos a la Cruz de Lata. Nos paramos un momento y decidimos continuar hacia Ollerías. Después, Cantagallo abajo, oscuro como boca de lobo, caminamos temiendo el asalto de algún bandolero apostado en cualquier rinconada. Mis hijos, que me ven temerosa, cuentan entonces una historia de miedo, y con la piel erizada nos plantamos en Valdecornejo. Aligeramos el paso, por si las moscas, y subiendo por la Calle de Pizarro alcanzamos la Barrera de las Broncas (Cuesta de Ollerías) . Las piernas flaquean, al tiempo que vuelve a flaquear la luz. Un gato cruza como una exhalación y me llevo las manos al pecho para sosegar el corazón . Mis hijos se ríen: ¡Desde luego mamá, es que no se te puede contar nada!
…Y andando, andando, con los ojos puestos en todos los rincones, propongo terminar nuestro paseo en la Plazuela de San Sebastián. Y por aquello que dice Tabucchi que “para la melancolía se necesita una silla”, y también para el cansancio y para el reposo de las emociones( esto lo añado yo, con el permiso del Sr. Tabucchi), nos sentamos de nuevo en los bancos de madera. Y con la helada cayéndonos encima, terminamos por reírnos de las aventuras vividas en el transcurso de nuestro paseo nocturno.
Y con el alma limpia y los pies cansados, los tres caminantes, con la noche de Diciembre en nuestros zapatos de andar por el pueblo, volvemos a casa, seguros de llevar los entresijos de este lugar prendidos ya, y para siempre, en un rincón privilegiado de nuestro corazón…y de nuestros zapatos.
Mª José Vergel Vega
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